sábado, 11 de agosto de 2012

EL «REBUSQUE CON ESCOPETA» EN LOS BUSES URBANOS


 Por Jairo Cala Otero

 «Buenos días, damas y caballeros. Perdonen que venga a interrumpirles su valioso tiempo. Soy un desempleado, padre de tres hijos. Mi esposa se encuentra enferma, está en el Hospital Universitario de Santander; no tengo dinero para atender esta situación, y mis hijos no tienen nada para comer…».

 Son cerca de las 12 del día. El pregón es de un hombre de alrededor de 1 metro y 75 centímetros de estatura, cabello desordenado, ropa informal y descuidada, y sandalias sucias. Ha subido a un bus urbano en la carrera 16 con calle 37, de Bucaramanga. 

Al cabo de unos segundos, varía el discurso. Le da enfoque religioso. Se explaya en una perorata sobre la misericordia de Jesucristo, y hace eco de las bendiciones que a diario reciben los creyentes que lo consideran su adalid, guía y protector. Luego, se desplaza, despacio, por el angosto pasillo del vehículo. Su mano derecha tendida indica que la prédica ha concluido, y que ahora lo único que le importa a él es recibir las monedas que los escasos pasajeros ─no más de ocho─ le quieran donar.

Llega al final de la corta travesía. Solamente una moneda de $500 ha caído en el centro de su mano, una mano grande, terminada en dedos huesudos y apuntadores. Hace sonar el timbre para pedir que se detenga la marcha del autobús, que va llegando ahora al Parque de Bolívar. La puerta trasera se abre. Y el hombre, que hace un minuto se manifestaba piadoso y fiel creyente en la bondad de Jesucristo, se «despacha» con una retahíla injuriosa contra quienes no lo socorrieron.

─«Gracias, señor conductor. Y gracias para el que colaboró; los demás, váyanse a la gran hijueputa mierda»─ dice en voz alta, al tiempo que se apea del automotor.

Va furioso, no hay duda. Entonces, entre los pasajeros estalla una carcajada en coro. Atrás, en el llamado «puesto de los músicos», alguien refunfuña algo contra el hombre frustrado porque su intento en esa empresa de vivir de los demás no ha tenido éxito.

Lo más seguro fue que el pordiosero siguió subiéndose a otros buses; y que entre sus potenciales benefactores repitió la historia. No se supo si también asumió la misma actitud grosera en aquellas ocasiones en que no le dieron dinero. Seguramente, sí.

El veterinario
Es de mañana. Otro día, en otro sector de la capital santandereana. Un hombre delgado, de ojos zarcos, cabello ligeramente dorado y de bigote; viste impecablemente, calza buenos zapatos y los lleva limpios. De su cuello pende una credencial. Él afirma que es beneficiario del programa de asistencia a los desplazados por la violencia. Se queja de que no le han ayudado en nada. Es imposible leer lo que dice esa pequeña cartulina.

De la parte trasera de su cabellera caen sobre el cuello de su camisa, de tonos azules, unas diminutas gotas de agua; se nota que no hace mucho ha salido de la ducha. Paga su pasaje, como cualquiera otro de los viajeros de aquella buseta. Y tan pronto pasa la registradora, de espaldas al conductor, comienza a contar su historia.

Habla con locuacidad. Cuenta que él es veterinario, y su esposa, experta en cocina internacional, egresada del Servicio Nacional de Aprendizaje ─SENA─. «Suelta» su tragedia con abundantes detalles verbales, y muestra tres fotografías en las que aparecen dos de sus hijas, menores de edad ambas. Alcanza a conmover. Porque el parlamento da cuenta de un secuestro del que fueron víctimas él, primero; y, después, las dos niñas. Según afirma, sucedió en territorio de Boyacá, hace varios años. Presionado por un grupo armado tuvo que vender una finca de su propiedad para pagar los rescates. ¡Quedó en la ruina!, sostiene con seguridad.

«Dispara» contra las entidades del Gobierno que están encargadas de asistir moral y monetariamente a los desplazados por la violencia armada.

Luego, ejecuta la coletilla de su actuación: pasa lentamente por entre los puestos, y recoge las monedas que, espontáneamente, le van regalando los pasajeros. Parece que a muchos les caló el discurso, porque la colecta resulta generosa. Al llegar a la puerta trasera del automotor, el hombre se baja, no sin antes haber dicho: «Gracias, señor conductor; gracias a todos».

Ya en la calle, echa a andar en sentido contrario al que traía el automotor. Minutos después, con toda seguridad, se subiría a otra unidad de transporte colectivo en Bucaramanga.

Su cara ya es conocida. Su cuento, también. Y su dedicación, igualmente. Ya lleva varios meses viviendo en esta ciudad. Parece haberse habituado a ese trajín; y también parece haber cambiado su profesión de «veterinario» por el oficio de mendigar en los buses urbanos. Su pericia para «ablandar corazones» (y monederos) es tal que ha invertido la lógica: pasó de «veterinario»  a mendigo, en tanto que otros pasan de pobres absolutos a profesionales con solvencia monetaria.

Una joven madre
Son las 6:50 de la tarde. Un bus se desplaza sobre la diagonal 15. En el paradero de Sanandresito La Isla, una joven acaba de subirse. Tiene quizás 20 años. Viste de modo deportivo, su cabello va recogido en trenzas. Lleva una bolsa plástica que contiene caramelos. «Ricos y deliciosos caramelos», como dice en su pregón comercial.

Saluda, y avanza por el pasillo del bus dejando en las manos de los pasajeros una muestra del producto que vende. Desarrolla, seguidamente, lo que, sin duda, es una retórica aprendida de memoria. Acusa redundancias, inclusive.

«Como ustedes pueden ver y observar (sic), he pasado por cada uno de sus puestos mostrándoles estos ricos y deliciosos (sic) caramelos llamados Súper coco. Cada caramelo solo tiene un valor y un costo (sic) de doscientos pesos. Para mayor economía, lleve tres en quinientos pesos. Quinientos pesos no enriquecen ni empobrecen a nadie, pero a mí sí me facilitan lo de la comidita diaria y lo de pagar una pieza en un hotel. Yo prefiero hacer esto, y no quitarle nada a nadie», dice con firmeza. El discurso es idéntico al de muchos otros que se dedican a lo mismo que ella.

Habla con serenidad, y pausadamente. Seguramente, lleva miles de veces repitiendo esa locución. Y recogiendo también los caramelos en unas ocasiones; y el dinero de quienes los compran, en otras.

Cuando el automotor ha llegado frente al Colegio La Salle, a la entrada del barrio La Victoria, la muchacha se baja, no sin antes quejarse de lo «tacaños» que han sido los pasajeros frente a su ofrecimiento. Después habría de retornar al centro de la ciudad, a bordo de otro bus de servicio público. Tal como suelen hacerlo, a diario, decenas de vendedores de baratijas, dulces, cartillas para colorear, lápices, bolígrafos, cremas milagrosas para la piel, cadenas de plata (que no son de plata); manillas, agujas y muchos otros productos. Es otra vendedora del llamado «rebusque económico».
 
Música con agresividad a bordo
Es viernes por la tarde. En el centro de la ciudad se siente el bullicio. No es difícil palpar esa atmósfera peculiar que ella tiene cuando es viernes. La disposición de mucha gente para sentarse alrededor de una mesa a tomar cerveza o licor, se adivina en el rostro de muchos citadinos. Es la costumbre. Al bus, que se desplaza por la carrera 15, en sentido sur-norte, se ha subido un músico. Lo hizo en el sector del templo de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.

Es un hombre de unos 43 años. Fornido, de cejas pobladas, tez blanca, ropa aseada y zapatos lustrados. Lleva una guitarra, luce nueva; o por lo menos está bien cuidada. No parece ser un mendigo como los otros. Porque paga su pasaje, y marca su paso por la registradora.

Una vez ha hecho esa maniobra, recuesta sus nalgas sobre el aparato que cuenta el número de pasajeros que suben al bus. Y en esa cómoda posición, se dispone a cantar para los viajeros; aunque ellos no le han pedido que les interprete alguna canción. Pero ¡ese es su oficio! Lo ha adoptado como fuente de ingresos monetarios, y de allí deriva su sustento. Por su apariencia física, parece que le va muy bien con sus ingresos diarios.

Luego de saludar lacónicamente, rasga la guitarra con su mano derecha. Esos primeros sonidos anuncian que va a comenzar su interpretación musical. Así sucede. Canta una vez; una balada, y, luego, anuncia que lo hará de nuevo.

El bus sigue recogiendo y dejando ciudadanos, a lo largo de la carrera 15. Una dama, antes de apearse, le ha dejado alguna moneda entre el bolsillo de su camisa, al cantante. No canta nada mal, en verdad. Se nota que tiene amplia experiencia en ese arte.

Cuando concluye, dice ─brevemente─ que espera ser retribuido por haber llenado los oídos de los pasajeros con sus dos melodías. Y, en seguida, reclama un aplauso. «¡Si ustedes no tienen ánimo para regalarme una moneda, por lo menos regálenme un aplauso!», dice. Solamente dos personas hacen sonar sus manos.

Los demás pasajeros van serios. Parece que a ellos no les agradó lo que dijo el cantante. ¿Les sonó a regaño? Sí, eso fue; seguro. Porque nadie más lo obsequió con moneda alguna, por las dos interpretaciones musicales. Se bajó «con su música a otra parte»; a otro bus, naturalmente.

Colofón
Los cuatro personajes aquí descritos forman parte del «ejército» de 'desocupados informales' que pululan en todas las ciudades colombianas. Desocupados informales, sí, porque en la práctica sí tienen ocupación: la de ganarse el sustento como cada uno de ellos lo hace. Son tantos que ya los usuarios del servicio de transporte masivo urbano les tienen desconfianza; y les niegan, de paso, la recurrente ayuda que otrora recibieron los primeros que aparecieron en ese «mundo del rebusque». Más ahora cuando ese «rebusque» se hace ¡con «escopeta verbal» con la que apuntan a la cara de los pasajeros!

Entre tanto, en otros puntos de la ciudad, otros ciudadanos buscan gente para que desempeñen distintos oficios. Y les cuesta trabajo encontrarlos. Porque, según dicen los analistas del fenómeno, en esas empresas estas personas tendrían que trabajar de verdad; esforzarse en dar rendimientos y someterse a horarios, a jefes gruñones (en algunos casos) y a un salario que será siempre inferior a lo que captan en los buses urbanos, que ─según se escucha decir─ nunca es inferior a $50.000 diarios.



jueves, 9 de agosto de 2012

DUEÑOS DE COMPUTADORAS, CON CERRAZÓN MENTAL


Por Jairo Cala Otero
mundodepalabras@gmail.com

─¿Por qué los adultos dicen que el mundo se volvió una aldea?─ preguntó la niña a su papá, antes de pedirle que le ayudara a investigar por qué muchos humanos no asimilan ni aceptan todavía que todo ha cambiado, menos ellos.

El hombre cerró el libro que leía, para responderle.

El mundo es una aldea, hija, porque desde que el hombre ha sabido hacer uso inteligente del poder interior que el Todopoderoso le concedió sin límites, ha podido reducir a su mínima expresión sus dificultades; ha simplificado los medios de que dispone para comunicarse; y se ha acercado a lugares insospechados, que ni siquiera ha visitado, para establecer relaciones de todo tipo con otras personas a las que, generalmente, tampoco conoce.




La niña pareció quedar confundida con la respuesta, por lo que atinó a preguntar de nuevo:

─¿Eso qué quiere decir, papá?

─Quiere decir, hijita, que ya no hay obstáculos para penetrar en aquellos lugares que antes estaban vedados para cualquier persona; significa que todo está reducido a maniobrar un teclado y un ratón (mouse) para conectarse con el resto del mundo en menos tiempo del que necesita un gallo para cantar. Los mensajes vuelan a velocidades maravillosas; también las respuestas a esos mensajes, pero no todos tienen la cortesía de emitirlas. Grandes negocios se mueven por ese prodigioso medio de comunicación en línea, y se capitalizan enormes sumas de dinero. Pero todavía existen millones de tercos que no dan crédito a semejante esplendor.

─¿Eso que me estás contando me sirve para hacer la tarea?

─Claro que sí; es la tarea misma, niña. Sigamos. A pesar de existir tan trascendental mecanismo de comunicación, que todo lo reduce a mínimo esfuerzo y todo lo acerca a nuestras manos, todavía hay humanos que viven en las cavernas. Bueno, no literalmente; pero pareciera. Es una manera de decir para significar que están quedados mentalmente del proceso de celeridad tecnológica. Tienen una computadora en su casa u oficina, pero se resisten a darle adecuado uso. Algunos apenas la emplean para escribir cartas, como lo hacían en las máquinas manuales diseñadas para tal oficio. Otros, se resisten a abrir una cuenta de correo electrónico porque dizque ¡les resulta costoso!, pero ese es un servicio gratuito y ellos no se han dado cuenta. Unos más tienen buzón electrónico para recibir mensajes, pero creen que ese buzón debe funcionar como los antiguos apartados aéreos, que eran unas cajuelas metálicas que una empresa de correo tradicional arrendaba a los interesados proveyéndolos de una llavecita para que las abrieran cada vez que iban en busca de correspondencia, algunas veces de remitentes clandestinos. Por tal razón, mantenían en secreto el apartado aéreo. Esos se niegan a aceptar que desde cualquier parte del mundo les pueden llegar muchos mensajes; se asustan con tal avance, y lo único que se les ocurre es enviar notas ─a veces agresivas─ pidiendo explicaciones de porqué les escriben si ellos no conocen a los remitentes. ¡Como si para abrirse al mundo fuese necesario conocer a cada uno de los más de 6.500 millones de seres que poblamos este planeta! Así son los cerrados de la mente, hija.

─¿Y por qué razón no quieren entender que el mundo es como una aldea?─ preguntó de nuevo la niña.

─Por su cerrazón mental. Ellos conciben el mundo como un universo imposible de conquistar, aunque ya ha sido conquistado por muchísimos otros humanos. Están ajustados a sus anacrónicos esquemas de pensamiento, según los cuales nada es posible; así se imponen limitaciones; y con su reducida forma de concebir su mundo y el de los demás, se amargan la vida y amargan las de otros, incluidos aquellos a quienes dicen amar.



Para responder la pregunta específica de tu tarea, hija, esas personas no aceptan que todo ha cambiado porque fueron criadas con mentiras y otros lastres. En su cabeza les introdujeron prohibiciones, temores absurdos, amenazas veladas y desveladas, teorías idiotizantes y aseveraciones lapidarias. Todo eso les arruinó la existencia, aunque tengan presencia física sobre la superficie de este planeta azul. Por estas y muchas otras razones, que ocuparían mucho espacio en tu cuaderno, hija, es que todavía hay millares de humanos que no quieren entender que el mundo se volvió un pañuelo (lleno de mucosidad para ellos). Pero, en cambio, es un pañuelo límpido y de bolsillo para muchos otros millones que tenemos mentalidad abierta al universo para que el Gran Hacedor nos la corone de gloria, por cumplir su mandato de conquistar el mundo y todo lo que él contiene.


domingo, 5 de agosto de 2012

LA INGRATITUD, UNA EPIDEMIA MUNDIAL


Por Jairo Cala Otero
Conferencista – Corrector de textos

Una señora, de ceño fruncido, molesta, sin duda alguna, increpó a la vecina de su residencia, tan pronto la vio asomar a la puerta:

─¿Te sirvió la blusa que te presté la semana pasada, para que pudieras ir a esa fiesta a la que estabas invitada?─ dijo, con ironía, y, de paso, insinuó que ya era hora de que esa prenda volviera a sus manos.

─¡Ay, sí, vecinita, me sirvió, y no te imaginas cuánto! Fui el centro de atención en esa fiesta. Esta tarde te la devuelvo, porque la tengo en la lavandería. Porque una prenda tan fina no puede lavarse en la casa─ respondió la otra.

─¿Pero te sentiste bien con ella?─ agregó la dama que había hecho el favor.

─¡Cómo no! Me sentó tan bien que hasta me quedaría con ella. Ja, ja, ja─ respondió la cachazuda vecina.

Tres días después ─por la noche, no por la tarde de aquel día como había anunciado─ la vecina entregó la blusa de seda. Efectivamente, estaba lavada y planchada. Pero cuando ese acto sucedió ─el de la devolución de la prenda de vestir─ no se escuchó aquel gesto de agradecimiento que, entre gente decente y cordial, debe darse. Su dueña la recibió, pero se quedó pensando en lo poco delicada que era su vecina. Hasta lo pregonó durante un par de días entre sus amistades, al quejarse de esa falta de gratitud.

Lección de vida: Este pasaje da pie para hablar de la ingratitud, esa conducta humana que pulula por doquier. Lamentablemente, los humanos somos los más ingratos de todos los seres vivos. Pareciera que un «nudo» se nos precipitara en la garganta a la hora de expresarles a otros cuán gratos quedamos con alguna buena acción de su parte. Somos muy ingratos. No solo frente a los favores; en muchos otros ámbitos también lo demostramos. No tenemos la delicadeza de expresar complacencia por los favores que nos hacen los demás.

En contraste, los animales son «elocuentes» con sus gestos de gratitud. El perro, por ejemplo, salta, corre, agita su cola frente a su amo; lo que dice con eso es que está agradecido. Agradecido por el cariño recibido, por los cuidados, por las manifestaciones de ternura con él. Un loro, parado todos los días en una vara, también agradece. Para eso, aprende a «hablar» y expresa voces que si bien no son para decir literalmente «gracias» se las puede asumir como tales; por eso, intercambia sus cotorreos con sus amos, aunque ellos ni cuentan se den de eso.

A las plantas se les «habla», y se las toca cuidadosamente como rito del cuidado que se les prodiga. A cambio, ellas «agradecen» al ponerse más bonitas para el ornato de los espacios donde se las tiene; su clorofila se dinamiza, se ponen más verdes sus hojas y sus ramas florecen más aceleradamente.

Entre nosotros abundan las personas en cuyo vocabulario no figura la palabra «gracias». Son tan frescas, tan impávidas, que pareciera que esperaran que se les agradezca por haber solicitado y disfrutado los favores que les prestan otros conciudadanos. La desfachatez es su más «brillante» señal particular. Y ¡no faltan quienes «muerden» la mano de quien, en ocasiones, les da de comer!

No se trata, por supuesto, de que por cada bien que se prodigue uno se siente a esperar las voces de gratitud de los demás. ¡Eso es lo que menos se da en nuestra sociedad! Bueno fuera, entonces, que aprendiéramos a ser gratos. No cuesta absolutamente nada. No implica esfuerzo alguno. Procura buena imagen para quien reconoce al otro aquel servicio, aquel favor; y, claro, engendra una estupenda imagen personal. ¡Y quedan abiertas las puertas para futuras ocasiones!