sábado, 2 de noviembre de 2013

Niños maltratados por sus padres

Por Jairo Cala Otero
Periodista autónomo – Conferencista

Una señora que, enfurecida, quema las manos de su hija de 6 años con una cuchara que, previamente, ha puesto al fuego, porque ella tomó de la alacena un pedazo de panela para comer; un hombre iracundo que arremete a golpes contra sus dos hijos, hasta ocasionarles lesiones en sus glúteos y sus espaldas, porque habían ocasionado, sin proponérselo,  un daño a su equipo de sonido; una mujer que, llevada de la cólera, con una plancha caliente, quema las manos de su hijo, de 5 años, porque se «atrevió» a tomar sin permiso unas galletas para calmar el hambre que ella no había suplido.

¿Recuerda usted esos casos? Son, sin embargo, una mínima muestra de lo que sucede a diario con los niños colombianos: son víctimas de sus propios padres; unos padres violentos y sobrecogidos ─a no dudarlo─ por fuerzas arpías (ira, resentimiento, rabia, envidias, frustraciones…) por dos razones, fundamentalmente:

1. Ignorancia crasa al extremo: Analfabetismo combinado con ausencia de valores humanos, resulta ser una mezcla prácticamente mortal para esas criaturas, que apenas están explorando su mundo en medio de la dosis diaria de agresividad que muchos adultos les proporcionan, inclusive desde la aparentemente «inofensiva» televisión.

2. Arraigo enfermizo por los bienes materiales: Una manifestación incomprensible e inadmisible, pues el mejor afecto de que pudieran hacer gala esos padres frente a sus hijos lo reservan y lo manifiestan con sus pertenencias (el carro, el televisor, el equipo de sonido, el radio, la grabadora, el teléfono celular…).

Se trata, inequívocamente, de un fenómeno social que ha tomado dimensiones espantosas, últimamente. Pero la programación mental de tolerancia y convivencia con toda manifestación violenta desde hace casi medio siglo, que muchísimos colombianos poseen, ha vuelto tales sucesos violentos como hechos «normales». Ya no hay asombro, mucho menos políticas de Estado firmes y severas contra estos maltratadores físicos y emocionales que constituyen la peor descarga de violencia contra esas criaturas indefensas. Esas mismas criaturas que mañana, cuando sean adultos, serán los militares que golpearán de modo inmisericorde a sus subalternos en los cuarteles; o los guerrilleros que masacrarán a campesinos, policías y soldados; o los contra guerrilleros que asesinarán a tiros o decapitarán a sus víctimas y, luego, ¡jugarán fútbol con sus cabezas! (No es imaginación, ya sucedió muchas veces).

Jamás una sociedad tendrá los perfiles civilizados de gente pacífica, serena, cordial, amable y tolerante mientras el yugo de la ignorancia siga pesando sobre sus miembros. La ignorancia, el mayor e imperdonable pecado de todo ser humano, es el caldo de cultivo de esa descomposición. De allí se derivan todos esos procedimientos cavernícolas.

Son ahora más valiosos unos artículos de hogar que los mismos hijos. Hijos que, naturalmente, en muchos casos han sido engendrados por papás superignorantes, llenos de resentimiento y resabios conductuales; y concebidos por mamás muy ignorantes, atrevidas y sin ninguna educación. ¿Qué dosis mínima de amor pueden dar, acaso, esas caricaturas de humanos? ¿Qué entenderán por humanismo si lo único que han recibido son lecciones de salvajismo?


¡Los sabios de las instituciones estatales, encargadas de velar por la niñez, tienen la palabra!

Si al nacer me arrullabas, ¿por qué después
empezaste a golpearme, mamá?
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