Por
Jairo Cala Otero - Conferencista
Un fenómeno muy grave nos afecta: nos estamos volviendo
tanto o más violentos en las ciudades que los mismos violentos que portan
fusiles, ametralladoras y granadas de fragmentación en las montañas.
Diariamente «disparamos» proyectiles verbales por doquier. Hemos caído en un
nivel de susceptibilidad tal que «explotamos» por nimiedades. Las palabras
agresivas son la ración cotidiana, ya para ofender, ya para contestar «armados
de furia» a nuestros semejantes.
En esa tónica nos estamos poniendo una trampa en la boca,
cada día. Trampa que funciona a la «perfección», en dos sentidos: nos atrapa y
golpea, y atrapa y golpea a aquellos con quienes cruzamos palabras por cualquier
circunstancia. Y hablo de trampa porque, generalmente, el grueso de la gente
agresiva con el verbo no dimensiona el inmenso poder que tienen las palabras:
tanto las agresivas como las bondadosas. ¡Qué bueno fuese que tuviésemos
absoluto control sobre las primeras, para usar solo las segundas!
Toda palabra que sale de nuestra boca ha pasado primero
por un proceso mental. Solo dura fracción de segundos, porque se origina en el
corazón (léase conciencia). Esta es como una especie de proveedora de «pertrechos
verbales» que, si los «disparamos» llevados de la soberbia, por ejemplo, dan en
el blanco preciso; aunque no hubiésemos apuntado exactamente allí, a conciencia.
De tal suerte que el efecto de esa energía oral es contundente: o construye o
destruye, según haya sido el género de su polaridad. Pero con el mismo poder,
algún día retorna a nosotros, los «tiradores».
Lastimosamente, en derredor nuestro suceden episodios
cotidianos que bien vale la pena analizar individualmente. A quienes más se zarandea
con la fuerza de las palabras agresivas es a las personas que denominamos «seres
queridos»: padres, hermanos, tíos, hijos, abuelos, novias… Y, curiosamente,
¡somos más benévolos con los amigos! Esto último, naturalmente, no significa
que debamos, entonces, aplicarles las mismas dosis de agresividad verbal a
nuestros amigos, para equilibrar «fuerzas» respecto del trato dado a nuestros
parientes. Pero sí resulta irónico que «descarguemos» más beligerancia con las
palabras sobre esos seres muy cercanos a nuestros sentimientos, que sobre otras
personas. No hacerlo con nadie es lo aconsejable.
Envueltos en un ambiente de prevención, deslealtad,
quebrantamiento de la palabra empeñada, corrupción generalizada y violencia
física nos hemos olvidado de sopesar los efectos devastadores que tienen las
palabras rudas. Por ser energía en constante vibración, ellas se suman al campo
magnético al que estamos unidos, y, consecuentemente, cobran mayor fuerza al
agregarse a la energía del universo, al que también estamos anexos por leyes
naturales (incontrolables por ser humano alguno). En ese proceso invisible pero
incambiable las palabras se sobredimensionan; y retornan a nosotros -los
emisores- con el doble de fuerza, y nos ocasionan exactamente el efecto equivalente
a su significado.
Cuando alguien, víctima de una descomposición interior
que le hace agitarse sin control, pronuncia palabras agresivas, soeces,
irreverentes, ofensivas y descomedidas contra otros seres humanos, se castiga a
sí mismo. Si bien no en el instante de su cólera, sí más tarde. El efecto
vibratorio del significante de los términos belicosos va y retorna. (Ley de
causa y efecto).
«Padre, perdónalos
porque no saben lo que hacen». (Jesús de Nazaret). Esta sentencia del
Redentor, poco antes de expirar en la cruz sobre el monte Gólgota es, ni más ni
menos, la advertencia de lo que ocurre cuando procedemos negativamente contra
nuestros semejantes. Hemos de incluir, por supuesto, el uso de las palabras por
cuanto -como queda dicho- no estamos desconectados del universo; esto es, todos
estamos unidos mutuamente pues procedemos del mismo Padre Creador desde nuestra
pura esencia espiritual.
Creo muy necesario hacer esta reflexión, porque no es
bueno que a cinco décadas de violencia armada en Colombia le sumemos también
una dosis descontrolada de violencia verbal o escrita. Si nos personamos de lo
aquí anotado, podremos morigerar mentalmente cada término que hayamos de
pronunciar, sabiendo que si es bondadoso recibiremos bondad por partida doble;
pero que si es agresivo, también recibiremos el castigo que nos habremos
infligido nosotros mismos. Es hora, entonces, ¡de «desarmar» el lenguaje si
queremos vivir en paz!
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