sábado, 28 de julio de 2012

NUESTRAS PALABRAS: «AMETRALLADORAS» DE REBOTE


Por Jairo Cala Otero - Conferencista

Un fenómeno muy grave nos afecta: nos estamos volviendo tanto o más violentos en las ciudades que los mismos violentos que portan fusiles, ametralladoras y granadas de fragmentación en las montañas. Diariamente «disparamos» proyectiles verbales por doquier. Hemos caído en un nivel de susceptibilidad tal que «explotamos» por nimiedades. Las palabras agresivas son la ración cotidiana, ya para ofender, ya para contestar «armados de furia» a nuestros semejantes.

En esa tónica nos estamos poniendo una trampa en la boca, cada día. Trampa que funciona a la «perfección», en dos sentidos: nos atrapa y golpea, y atrapa y golpea a aquellos con quienes cruzamos palabras por cualquier circunstancia. Y hablo de trampa porque, generalmente, el grueso de la gente agresiva con el verbo no dimensiona el inmenso poder que tienen las palabras: tanto las agresivas como las bondadosas. ¡Qué bueno fuese que tuviésemos absoluto control sobre las primeras, para usar solo las segundas!

Toda palabra que sale de nuestra boca ha pasado primero por un proceso mental. Solo dura fracción de segundos, porque se origina en el corazón (léase conciencia). Esta es como una especie de proveedora de «pertrechos verbales» que, si los «disparamos» llevados de la soberbia, por ejemplo, dan en el blanco preciso; aunque no hubiésemos apuntado exactamente allí, a conciencia. De tal suerte que el efecto de esa energía oral es contundente: o construye o destruye, según haya sido el género de su polaridad. Pero con el mismo poder, algún día retorna a nosotros, los «tiradores».

Lastimosamente, en derredor nuestro suceden episodios cotidianos que bien vale la pena analizar individualmente. A quienes más se zarandea con la fuerza de las palabras agresivas es a las personas que denominamos «seres queridos»: padres, hermanos, tíos, hijos, abuelos, novias… Y, curiosamente, ¡somos más benévolos con los amigos! Esto último, naturalmente, no significa que debamos, entonces, aplicarles las mismas dosis de agresividad verbal a nuestros amigos, para equilibrar «fuerzas» respecto del trato dado a nuestros parientes. Pero sí resulta irónico que «descarguemos» más beligerancia con las palabras sobre esos seres muy cercanos a nuestros sentimientos, que sobre otras personas. No hacerlo con nadie es lo aconsejable.

Envueltos en un ambiente de prevención, deslealtad, quebrantamiento de la palabra empeñada, corrupción generalizada y violencia física nos hemos olvidado de sopesar los efectos devastadores que tienen las palabras rudas. Por ser energía en constante vibración, ellas se suman al campo magnético al que estamos unidos, y, consecuentemente, cobran mayor fuerza al agregarse a la energía del universo, al que también estamos anexos por leyes naturales (incontrolables por ser humano alguno). En ese proceso invisible pero incambiable las palabras se sobredimensionan; y retornan a nosotros -los emisores- con el doble de fuerza, y nos ocasionan exactamente el efecto equivalente a su significado.

Cuando alguien, víctima de una descomposición interior que le hace agitarse sin control, pronuncia palabras agresivas, soeces, irreverentes, ofensivas y descomedidas contra otros seres humanos, se castiga a sí mismo. Si bien no en el instante de su cólera, sí más tarde. El efecto vibratorio del significante de los términos belicosos va y retorna. (Ley de causa y efecto).

«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». (Jesús de Nazaret). Esta sentencia del Redentor, poco antes de expirar en la cruz sobre el monte Gólgota es, ni más ni menos, la advertencia de lo que ocurre cuando procedemos negativamente contra nuestros semejantes. Hemos de incluir, por supuesto, el uso de las palabras por cuanto -como queda dicho- no estamos desconectados del universo; esto es, todos estamos unidos mutuamente pues procedemos del mismo Padre Creador desde nuestra pura esencia espiritual.

Creo muy necesario hacer esta reflexión, porque no es bueno que a cinco décadas de violencia armada en Colombia le sumemos también una dosis descontrolada de violencia verbal o escrita. Si nos personamos de lo aquí anotado, podremos morigerar mentalmente cada término que hayamos de pronunciar, sabiendo que si es bondadoso recibiremos bondad por partida doble; pero que si es agresivo, también recibiremos el castigo que nos habremos infligido nosotros mismos. Es hora, entonces, ¡de «desarmar» el lenguaje si queremos vivir en paz!

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