Por Jairo Cala Otero
Conferencista – Corrector de textos
Una
señora, de ceño fruncido, molesta, sin duda alguna, increpó a la vecina de su
residencia, tan pronto la vio asomar a la puerta:
─¿Te
sirvió la blusa que te presté la semana pasada, para que pudieras ir a esa
fiesta a la que estabas invitada?─ dijo, con ironía, y, de paso, insinuó que ya
era hora de que esa prenda volviera a sus manos.
─¡Ay,
sí, vecinita, me sirvió, y no te imaginas cuánto! Fui el centro de atención en
esa fiesta. Esta tarde te la devuelvo, porque la tengo en la lavandería. Porque
una prenda tan fina no puede lavarse en la casa─ respondió la otra.
─¿Pero
te sentiste bien con ella?─ agregó la dama que había hecho el favor.
─¡Cómo
no! Me sentó tan bien que hasta me quedaría con ella. Ja, ja, ja─ respondió la
cachazuda vecina.
Tres
días después ─por la noche, no por la tarde de aquel día como había anunciado─ la vecina entregó la blusa de seda. Efectivamente, estaba lavada y planchada.
Pero cuando ese acto sucedió ─el de la devolución de la prenda de vestir─ no se
escuchó aquel gesto de agradecimiento que, entre gente decente y cordial, debe darse. Su dueña la recibió, pero se quedó pensando en lo poco delicada que era
su vecina. Hasta lo pregonó durante un par de días entre sus amistades, al
quejarse de esa falta de gratitud.
Lección
de vida: Este pasaje da pie para
hablar de la ingratitud, esa conducta humana que pulula por doquier.
Lamentablemente, los humanos somos los más ingratos de todos los seres vivos.
Pareciera que un «nudo» se nos precipitara en la garganta a la hora de
expresarles a otros cuán gratos quedamos con alguna buena acción de su parte.
Somos muy ingratos. No solo frente a los favores; en muchos otros ámbitos
también lo demostramos. No tenemos la delicadeza de expresar complacencia por los favores que nos hacen los demás.
En
contraste, los animales son «elocuentes» con sus gestos de gratitud. El perro,
por ejemplo, salta, corre, agita su cola frente a su amo; lo que dice con eso
es que está agradecido. Agradecido por el cariño recibido, por los cuidados,
por las manifestaciones de ternura con él. Un loro, parado todos los días en
una vara, también agradece. Para eso, aprende a «hablar» y expresa voces que si
bien no son para decir literalmente «gracias» se las puede asumir como tales;
por eso, intercambia sus cotorreos con sus amos, aunque ellos ni cuentan se den
de eso.
A las
plantas se les «habla», y se las toca cuidadosamente como rito del cuidado que
se les prodiga. A cambio, ellas «agradecen» al ponerse más bonitas para el
ornato de los espacios donde se las tiene; su clorofila se dinamiza, se ponen
más verdes sus hojas y sus ramas florecen más aceleradamente.
Entre
nosotros abundan las personas en cuyo vocabulario no figura la palabra
«gracias». Son tan frescas, tan impávidas, que pareciera que esperaran que se
les agradezca por haber solicitado y disfrutado los favores que les prestan
otros conciudadanos. La desfachatez es su más «brillante» señal particular. Y
¡no faltan quienes «muerden» la mano de quien, en ocasiones, les da de comer!
No se
trata, por supuesto, de que por cada bien que se prodigue uno se siente a
esperar las voces de gratitud de los demás. ¡Eso es lo que menos se da en
nuestra sociedad! Bueno fuera, entonces, que aprendiéramos a ser gratos. No
cuesta absolutamente nada. No implica esfuerzo alguno. Procura buena imagen
para quien reconoce al otro aquel servicio, aquel favor; y, claro, engendra una
estupenda imagen personal. ¡Y quedan abiertas las puertas para futuras
ocasiones!