UN «SALTO» DE NOBLEZA POR ENCIMA DEL HOMBRE
Por Jairo Cala Otero / Periodista autónomo
Aquel día yo estaba con
un par de conocidos en una finca de Floridablanca, Santander. Había ido por
invitación de uno de ellos, que, a su vez, había sido invitado por el otro. Sin
embargo, no estaba de intruso. Porque lo que iba a presenciar tenía el aval del
dueño de la finca. Todo estaba dispuesto.
No había mujeres
invitadas. Yo creo que no las invitaron por pudor con ellas. Porque ellas son
sensibles a sentir pena frente a actos de cruda naturaleza, como el que mis dos
acompañantes y yo íbamos a ver. Y porque ─aprecio
yo, pero podría equivocarme─ seguramente el amor
propio de ellas podría haberse resentido cuando por su mente pasaran imágenes
similares, pero escenificadas por varones.
El
escenario
Desde antes de que llegáramos
al lugar, una yegua esperaba con paciencia de monje. Estaba atada al barandal
de un establo. A pocos metros, un imponente caballo de raza pura y porte
elegante, se mostraba inquieto. Se movía, nervioso, en el escaso espacio de su
cubículo habitual. Su hipersensible olfato le indicaba que allá afuera, a corta
distancia, una hembra lo aguardaba para un encuentro singularmente placentero.
Habían pasado algunos
minutos desde nuestra llegada. Un peón sacó el hermoso ejemplar. Lo paseó, con
un lazo atado al grueso cuello, hasta el lugar donde lo aguardaba la yegua. Desde
antes de acercársele ya su «instinto sexual» se había «izado», literalmente. Cuando
tuvo roce con ella, lo liberaron de la atadura que rodeaba su grueso cuello,
del que pendía un fino pelaje de color mostaza.
Paralelo
encuentro
Entre tanto, en ese mismo
momento, en muchas otras partes del planeta Tierra, lo más seguro era que muchos
hombres (seres considerados «racionales», es decir, inteligentes y aptos para
pensar), escenificaban episodios similares. Atrapados por un instinto «animal»
se quitaban sus ropas y despojaban de las suyas a unas hembras de su misma especie.
Luego, acudiendo a la fuerza bruta ─de
la que usualmente hacen gala─ las tumbaban sobre sendas
camas. Las mujeres se dejaban llevar dócilmente, pues eran sus voluntades
compartir con ellos lo que estimaban que sería un acto sublime de cada cual.
Delicadeza
caballar
El caballo se aproximó a
su potranca. Dio un rodeo, husmeó en la zona trasera de la hembra. Enseguida, se
paró en sus patas traseras, depositó suavemente sus patas delanteras sobre el
lomo de su compañera de ocasión, no sin antes torcer a los lados los extremos para
no lastimárselo con las herraduras, que, por cierto, lucían nuevas. Aquello para
lo que fui invitado estaba a punto de suceder. Yo alcancé a pensar en que el
enorme cuadrúpedo procedería con brusquedad y que, por lo tanto, lastimaría a
la yegua.
Sin embargo, ¡qué equivocado
estaba! Porque no, no fue así. Delicadamente, hundió su largo falo en la
vagina de su hembra. Lo hizo con un único movimiento de empuje hacia adelante,
seguro y firme. No hubo movimientos rítmicos de entrada y salida de su miembro
viril, no los hay en los caballos.
Llevé, entonces,
instintivamente, mis ojos a mi reloj de pulsera. Y conté: cinco…, diez..., ¡quince
segundos! Enseguida, volví a mirar hacia la pareja de cuadrúpedos que copulaba,
pero el caballo ya retiraba, en ese momento, su pene del nido vaginal donde acababa
de depositar sus espermatozoides para dar vida a otro semoviente caballar.
Breve, pero con hidalguía, podría decirse.
«Eso es todo», dijo un
experto, ubicado muy cerca, al tiempo que ordenaba que el elegante ejemplar fuera
enlazado de nuevo y llevado al establo. El bello animal caminó con aire de «satisfacción»,
pero no se le notaron ínfulas de triunfo alguno. Su «portento» natural,
pendiendo entre sus patas, había vuelto a su flácida posición del principio.
Mientras
tanto, en otros lugares…
Entre tanto, los otros «machos»
se lanzaban burdamente sobre sus hembras, y, sin previos escarceos, las poseían
carnalmente con impetuosos y bruscos movimientos. Ellas, sumisas y sin
protestar, aguantaban, inmutables, aquellos agresivos movimientos; y recibían
sobre sus rostros resoplidos salvajes. Algunos con vaho de licor concentrado, o
de olor a cigarrillo acabado de fumar.
Al cabo de pocos minutos,
durante los que ellas trataban de hallar el placer para el que han otorgado
aprobación (o quizás no), los «machos» habían llegado al clímax. Mas ellas apenas
habían entrado en la etapa de excitación. Y así se quedaron. No pudieron
disfrutar del placer natural del acto sexual para el que fueron invitadas (o,
posiblemente, forzadas). En cambio, la yegua de aquel establo sí disfrutó de su
cópula; y fue bien tratada.
Como autómatas, aquellos dominadores
se apartaron de las mujeres, y, mecánicamente, echaron mano a su ropa para
vestirse. Ellas yacían sobre los lechos, abandonadas a sus pensamientos vagos y
perdidos en un cielo que no alcanzaron a disfrutar. No protestaron. No dijeron
que les había hecho falta la mitad de lo que esperaban; que querían sentir
también satisfacción y emocionarse con tan elevado procedimiento para hallar
placer carnal. En medio de ese silencio, los hombres salieron con aire de
triunfadores, sus pensamientos puestos en que aquello había sido otra faena muy
varonil; que como ellos ningunos otros para poseer físicamente a las mujeres.
En sus rostros, un airecillo de dominantes les daba seguridad de que en pocos
días ─si no en pocas horas─ otra vez «montarían» a otras hembras.
Por supuesto, que ¡no con la delicadeza del caballo!
Después
del «relámpago» milagroso
La yegua, por su parte,
ofrecía unos ojos brillantes y vivaces, como si quisiera decir que había
quedado satisfecha. Satisfacción que aumentaría cuando a su encuentro salió uno
de sus potrancos para prodigarle topes con su cabeza sobre el vientre maternal.
Buscaba su alimento, sin duda.
Seguidamente, el experto zootecnista
volvió a hablar: «Esa yegua ya está preñada. Lo sabemos con certeza, estaba en
el culmen de su ciclo de procreación», dijo. ¡Vaya diagnóstico tan certero! Y
enseguida se la llevaron a otra área de la finca; el caballo y ella ya no se
verían más. En lo único que ese caballo y aquellos hombres coincidieron fue en que
ninguno de ellos se despidió de sus complacientes féminas.
El dueño de la yegua
reveló, entonces, que el caballo, un semental puro, le había sido alquilado. Él
pagó una gruesa suma de dinero para que hiciera lo que la gente de ese mundillo
llama «un salto». Ese «salto» que mis compañeros y yo acabábamos de presenciar,
pero que, en realidad, no fue ningún salto. Me pareció un ritual de una nobleza
subliminal. Una cópula inteligente. Si no tierna, por lo menos sí despojada de
brutalidad; y eso ya es mucho, comparado con las escenas protagonizadas por los
bípedos ya citados. Fue un «salto» de nobleza por encima del hombre.
Ese día aprendí que la
brutalidad que muchos humanos les adjudicamos de ex profeso a los animales
(desde entonces cambié de criterio), no existe. Porque no la tienen, menos en
tratándose de menesteres como una unión sexual para reproducirse. La brutalidad
procede de los llamados inteligentes.
Lección
aprendida
La visita a la finca
concluyó, pues no era otro el fin. Pero fue, finalmente, un gran fin: aprender
una lección de sexualidad caballar de la que nunca me habló el profesor de
Biología, y que ahora le transmito a usted, amigo lector. En la pantalla de mi
mente quedó impreso un mensaje indeleble: acoplarse con una hembra es asunto de
inteligencia, delicadeza, donaire y gallardía. No se trata de que el «macho»
asuma una conducta egoísta para sentirse complacido, luego de tratar a la pareja
como simple y vulgar objeto de un instinto ruin.
Me subí al vehículo
automotor que nos había llevado. Regresé a Bucaramanga pensando en la enorme diferencia
que había encontrado entre dos especies biológicas semejantes. Pensaba, claro,
¡en la superioridad del caballo! En la vanidad de quien lo monta para lucirse
en ferias; y en la cobardía de quien lo apalea y fustiga con látigo para hacerlo caminar a su
antojo, pese a que él soporta los pesados fardos que el dominador pone sobre su
lomo.
Acabé por convencerme de
que ofenden a los sensibles e inteligentes equinos quienes llaman «macho» al
brusco hombre de instintos irracionales. ¡Macho él, el caballo!
Lo triste y lamentable es
que algunas mujeres, ¡le hacen el juego al imperio de la falocracia!