sábado, 12 de enero de 2013



UN «SALTO» DE NOBLEZA POR ENCIMA DEL HOMBRE
Por Jairo Cala Otero / Periodista autónomo

Aquel día yo estaba con un par de conocidos en una finca de Floridablanca, Santander. Había ido por invitación de uno de ellos, que, a su vez, había sido invitado por el otro. Sin embargo, no estaba de intruso. Porque lo que iba a presenciar tenía el aval del dueño de la finca. Todo estaba dispuesto.

No había mujeres invitadas. Yo creo que no las invitaron por pudor con ellas. Porque ellas son sensibles a sentir pena frente a actos de cruda naturaleza, como el que mis dos acompañantes y yo íbamos a ver. Y porque aprecio yo, pero podría equivocarme seguramente el amor propio de ellas podría haberse resentido cuando por su mente pasaran imágenes similares, pero escenificadas por varones.

El escenario
Desde antes de que llegáramos al lugar, una yegua esperaba con paciencia de monje. Estaba atada al barandal de un establo. A pocos metros, un imponente caballo de raza pura y porte elegante, se mostraba inquieto. Se movía, nervioso, en el escaso espacio de su cubículo habitual. Su hipersensible olfato le indicaba que allá afuera, a corta distancia, una hembra lo aguardaba para un encuentro singularmente placentero.

Habían pasado algunos minutos desde nuestra llegada. Un peón sacó el hermoso ejemplar. Lo paseó, con un lazo atado al grueso cuello, hasta el lugar donde lo aguardaba la yegua. Desde antes de acercársele ya su «instinto sexual» se había «izado», literalmente. Cuando tuvo roce con ella, lo liberaron de la atadura que rodeaba su grueso cuello, del que pendía un fino pelaje de color mostaza.

Paralelo encuentro
Entre tanto, en ese mismo momento, en muchas otras partes del planeta Tierra, lo más seguro era que muchos hombres (seres considerados «racionales», es decir, inteligentes y aptos para pensar), escenificaban episodios similares. Atrapados por un instinto «animal» se quitaban sus ropas y despojaban de las suyas a unas hembras de su misma especie. Luego, acudiendo a la fuerza bruta de la que usualmente hacen gala las tumbaban sobre sendas camas. Las mujeres se dejaban llevar dócilmente, pues eran sus voluntades compartir con ellos lo que estimaban que sería un acto sublime de cada cual.

Delicadeza caballar
El caballo se aproximó a su potranca. Dio un rodeo, husmeó en la zona trasera de la hembra. Enseguida, se paró en sus patas traseras, depositó suavemente sus patas delanteras sobre el lomo de su compañera de ocasión, no sin antes torcer a los lados los extremos para no lastimárselo con las herraduras, que, por cierto, lucían nuevas. Aquello para lo que fui invitado estaba a punto de suceder. Yo alcancé a pensar en que el enorme cuadrúpedo procedería con brusquedad y que, por lo tanto, lastimaría a la yegua.

Sin embargo, ¡qué equivocado estaba! Porque no, no fue así. Delicadamente, hundió su largo falo en la vagina de su hembra. Lo hizo con un único movimiento de empuje hacia adelante, seguro y firme. No hubo movimientos rítmicos de entrada y salida de su miembro viril, no los hay en los caballos.

Llevé, entonces, instintivamente, mis ojos a mi reloj de pulsera. Y conté: cinco…, diez..., ¡quince segundos! Enseguida, volví a mirar hacia la pareja de cuadrúpedos que copulaba, pero el caballo ya retiraba, en ese momento, su pene del nido vaginal donde acababa de depositar sus espermatozoides para dar vida a otro semoviente caballar. Breve, pero con hidalguía, podría decirse.

«Eso es todo», dijo un experto, ubicado muy cerca, al tiempo que ordenaba que el elegante ejemplar fuera enlazado de nuevo y llevado al establo. El bello animal caminó con aire de «satisfacción», pero no se le notaron ínfulas de triunfo alguno. Su «portento» natural, pendiendo entre sus patas, había vuelto a su flácida posición del principio.

Mientras tanto, en otros lugares…
Entre tanto, los otros «machos» se lanzaban burdamente sobre sus hembras, y, sin previos escarceos, las poseían carnalmente con impetuosos y bruscos movimientos. Ellas, sumisas y sin protestar, aguantaban, inmutables, aquellos agresivos movimientos; y recibían sobre sus rostros resoplidos salvajes. Algunos con vaho de licor concentrado, o de olor a cigarrillo acabado de fumar.

Al cabo de pocos minutos, durante los que ellas trataban de hallar el placer para el que han otorgado aprobación (o quizás no), los «machos» habían llegado al clímax. Mas ellas apenas habían entrado en la etapa de excitación. Y así se quedaron. No pudieron disfrutar del placer natural del acto sexual para el que fueron invitadas (o, posiblemente, forzadas). En cambio, la yegua de aquel establo sí disfrutó de su cópula; y fue bien tratada.

Como autómatas, aquellos dominadores se apartaron de las mujeres, y, mecánicamente, echaron mano a su ropa para vestirse. Ellas yacían sobre los lechos, abandonadas a sus pensamientos vagos y perdidos en un cielo que no alcanzaron a disfrutar. No protestaron. No dijeron que les había hecho falta la mitad de lo que esperaban; que querían sentir también satisfacción y emocionarse con tan elevado procedimiento para hallar placer carnal. En medio de ese silencio, los hombres salieron con aire de triunfadores, sus pensamientos puestos en que aquello había sido otra faena muy varonil; que como ellos ningunos otros para poseer físicamente a las mujeres. En sus rostros, un airecillo de dominantes les daba seguridad de que en pocos días si no en pocas horas otra vez «montarían» a otras hembras. Por supuesto, que ¡no con la delicadeza del caballo!

Después del «relámpago» milagroso
La yegua, por su parte, ofrecía unos ojos brillantes y vivaces, como si quisiera decir que había quedado satisfecha. Satisfacción que aumentaría cuando a su encuentro salió uno de sus potrancos para prodigarle topes con su cabeza sobre el vientre maternal. Buscaba su alimento, sin duda.  

Seguidamente, el experto zootecnista volvió a hablar: «Esa yegua ya está preñada. Lo sabemos con certeza, estaba en el culmen de su ciclo de procreación», dijo. ¡Vaya diagnóstico tan certero! Y enseguida se la llevaron a otra área de la finca; el caballo y ella ya no se verían más. En lo único que ese caballo y aquellos hombres coincidieron fue en que ninguno de ellos se despidió de sus complacientes féminas.

El dueño de la yegua reveló, entonces, que el caballo, un semental puro, le había sido alquilado. Él pagó una gruesa suma de dinero para que hiciera lo que la gente de ese mundillo llama «un salto». Ese «salto» que mis compañeros y yo acabábamos de presenciar, pero que, en realidad, no fue ningún salto. Me pareció un ritual de una nobleza subliminal. Una cópula inteligente. Si no tierna, por lo menos sí despojada de brutalidad; y eso ya es mucho, comparado con las escenas protagonizadas por los bípedos ya citados. Fue un «salto» de nobleza por encima del hombre.

Ese día aprendí que la brutalidad que muchos humanos les adjudicamos de ex profeso a los animales (desde entonces cambié de criterio), no existe. Porque no la tienen, menos en tratándose de menesteres como una unión sexual para reproducirse. La brutalidad procede de los llamados inteligentes.

Lección aprendida
La visita a la finca concluyó, pues no era otro el fin. Pero fue, finalmente, un gran fin: aprender una lección de sexualidad caballar de la que nunca me habló el profesor de Biología, y que ahora le transmito a usted, amigo lector. En la pantalla de mi mente quedó impreso un mensaje indeleble: acoplarse con una hembra es asunto de inteligencia, delicadeza, donaire y gallardía. No se trata de que el «macho» asuma una conducta egoísta para sentirse complacido, luego de tratar a la pareja como simple y vulgar objeto de un instinto ruin.


Me subí al vehículo automotor que nos había llevado. Regresé a Bucaramanga pensando en la enorme diferencia que había encontrado entre dos especies biológicas semejantes. Pensaba, claro, ¡en la superioridad del caballo! En la vanidad de quien lo monta para lucirse en ferias; y en la cobardía de quien lo apalea y fustiga con látigo para hacerlo caminar a su antojo, pese a que él soporta los pesados fardos que el dominador pone sobre su lomo.

Acabé por convencerme de que ofenden a los sensibles e inteligentes equinos quienes llaman «macho» al brusco hombre de instintos irracionales. ¡Macho él, el caballo!

Lo triste y lamentable es que algunas mujeres, ¡le hacen el juego al imperio de la falocracia!