lunes, 7 de junio de 2010

SE ASOMBRAN POR NIMIEDADES, PERO CALLAN ANTE LATROCINIOS Y OTRAS PESTES

Por Jairo Cala Otero / Conferenciante –Periodista autónomo
El humorista Jaime Garzón, vilmente asesinado porque «se atrevía» a pensar de modo diferente a como lo hacen aquellos que se autodesignan «amos y señores» de la sociedad colombiana, y que se revisten a sí mismos de autoridad patriarcal, para disponer de los colombianos como lo hacen con los caballos y las vacas de sus haciendas, decía que aquí muchos se asombraban porque él –Jaime Garzón- a instancias de su personaje 'Heriberto de la Calle', decía ocasionalmente en televisión, hijueputa; pero guardaban silencio absoluto frente al saqueo que diariamente los corruptos hacen del tesoro público. 


Jaime Garzón como «Heriberto de la Calle».
¡Sabia reflexión del humorista y periodista! Tiene vigencia todavía, lastimosamente; porque los saqueos no terminan, se prolongan en el tiempo y parecen llevar implícito el espectro de su perpetuación sobre las sucias manos de los políticos que sucedieron a los de la época de Garzón.

Lo mismo sucede en otros ámbitos de la vida nacional. Parafraseando al inmolado Jaime, cabe decir que hoy esos «moscas muertas» asumen posturas de supuesto escándalo moral porque un núcleo de la sociedad propone, por ejemplo, eliminar privilegios económicos, de esos que tanto bullen y se aprueban con presteza en el Congreso de la República, para beneficio de sus miembros. Pero no hay mínimo pronunciamiento por la violación sexual a que son sometidos, diariamente, cientos de niños, en distintos rincones de la geografía colombiana. Tampoco se inmutan porque, con su ceguera, permiten que más de cien millones de pesos se salgan de las arcas públicas cada hora, como por encanto, y vayan a parar a los bolsillos de algunos de ellos y de otros, que actúan como secuaces del latrocinio, escondidos detrás de contratos millonarios o similares procedimientos de dudosa legalidad.

La doble moral, que por tantos años le ha hecho muchísimo mal a Colombia y sus ciudadanos, se pavonea. Se pasea de un lado a otro, para aparentar un sentimiento de censura para algunas situaciones, muy contadas por cierto. Pero todos los ciudadanos buenos, que entre usted, sus parientes, sus vecinos y miles más sumamos muchos millones, sabemos con certeza que tras esas fachadas «moralistas» se esconden ogros, lobos, buitres, hienas y otras especies feroces, dispuestas a no permitir que se les impida apropiarse de los sagrados recursos que el pueblo aporta para el progreso de su país.

Cuando se los critica o se los censura por sus actos antisociales ─así ellos se vistan de saco y corbata, y se perfumen con aromas franceses─ se sobresaltan e incomodan. Alegan que su «dignidad» (?) se ha puesto en tela de juicio, y tienen siempre a la mano la debilucha argumentación de que «todo es un montaje», o que se los está persiguiendo políticamente para hacerles daño. No pasan de esa postura peregrina y mezquina, sencillamente, porque no tienen razones de fondo para desvirtuar aquello que les atormenta la conciencia. La superficialidad de sus alegatos es semejante, entonces, a la mediocridad con que proceden en sus tareas legislativas.

El escándalo de falso moralismo aparece, por supuesto, en muchas otras situaciones. Algún día, un abogado y político de Santander me manifestó por correo electrónico su extrañeza por lo que él clasificó como un estilo impropio en mí, porque escribí un breve ensayo crítico contra la corrupción y la manipulación de electores en épocas previas a los comicios. Desde luego, no les decía frases encantadoras. Apenas se asombró por cómo lo escribí. Lo que no dijo, sin embargo, fue que todo lo que anoté es una verdad indiscutible.



Como lo decía Jaime Garzón: se escandalizan por lo que ven en la superficie, pero nunca por lo que se oculta en el fondo. En este caso la «piedra» es por cómo describo a los corruptos, pero no por cómo se evidencian la corrupción, el constreñimiento al elector, la manipulación de conciencias y hasta la alteración de algunos procedimientos para ajustar los resultados a sus intereses personales.

Por fortuna, para mí y para las personas que me conocen desde hace cuarenta años en el mundo del periodismo, mi estilo no ha estado ni estará nunca expuesto en un bazar. No lo vendo, no lo canjeo, no lo presto, no lo empeño. ¡Jamás me dejaré encasillar! Escribo y escribiré con la libertad que me otorga el no tener ningún tipo de relación con las escorias que envilecen la dignidad de mi patria. Tampoco estoy sujeto a vaivenes de ninguna naturaleza. Lo que yo pienso, lo cotejo con lo que siento, y ambos factores los convierto, luego, en palabras. No hay razones para pedir permiso ─menos a los politiqueros─ para escribir como siento y deseo hacerlo. Ese es uno de mis caudales y me lo llevaré a la tumba.

El estilo para decir lo que se siente es idéntico a las huellas dactilares, o a las firmas con que se respaldan los documentos. Es tan particularmente propio de quien lo adopta, que no hay ninguna razón que lo haga variar de rumbo, salvo que sucumba a la corrupción. Conmigo esta última posibilidad está proscrita en el cristal de mi alma, y así se mantendrá. Seguirán extrañándose aquellos depredadores de la patria colombiana porque para criticarlos yo acuda a la bondad de las palabras, que brotan de un manantial donde no hay salpicaduras negras, y son la interpretación de millones de compatriotas que quisieran decir lo mismo pero no lo hacen ¡vaya uno a saber por qué razones! 

Sean, entonces, mis palabras y mi estilo para ordenarlas en oraciones gramaticales, los voceros de esos millones de hermanos colombianos.
Aquellos, los que no se escandalizan por las troneras que le han abierto al corazón de la patria, que se aparten a kilómetros de distancia. ¡Apestan!