Por Jairo
Cala Otero
«Buenos días, damas y
caballeros. Perdonen que venga a interrumpirles su valioso tiempo. Soy un desempleado,
padre de tres hijos. Mi esposa se encuentra enferma, está en el Hospital Universitario
de Santander; no tengo dinero para atender esta situación, y mis hijos no
tienen nada para comer…».
Son cerca de las 12 del día. El pregón es de un hombre de alrededor de 1 metro y 75 centímetros de
estatura, cabello desordenado, ropa informal y descuidada, y sandalias sucias.
Ha subido a un bus urbano en la carrera 16 con calle 37, de Bucaramanga.
Al cabo de unos segundos, varía el discurso. Le da enfoque religioso. Se
explaya en una perorata sobre la misericordia de Jesucristo, y hace eco de las
bendiciones que a diario reciben los creyentes que lo consideran su adalid,
guía y protector. Luego, se desplaza, despacio, por el angosto pasillo del
vehículo. Su mano derecha tendida indica que la prédica ha concluido, y que
ahora lo único que le importa a él es recibir las monedas que los escasos
pasajeros ─no más de ocho─ le quieran donar.
Llega al final de la corta travesía. Solamente una
moneda de $500 ha
caído en el centro de su mano, una mano grande, terminada en dedos huesudos y apuntadores.
Hace sonar el timbre para pedir que se detenga la marcha del autobús, que va
llegando ahora al Parque de Bolívar. La puerta trasera se abre. Y el hombre,
que hace un minuto se manifestaba piadoso y fiel creyente en la bondad de
Jesucristo, se «despacha» con una retahíla injuriosa contra quienes no lo
socorrieron.
─«Gracias, señor conductor. Y gracias para el que
colaboró; los demás, váyanse a la gran hijueputa mierda»─ dice en voz alta, al
tiempo que se apea del automotor.
Va furioso, no hay duda. Entonces, entre los
pasajeros estalla una carcajada en coro. Atrás, en el llamado «puesto de los
músicos», alguien refunfuña algo contra el hombre frustrado porque su intento
en esa empresa de vivir de los demás no ha tenido éxito.
Lo más seguro fue que el pordiosero siguió
subiéndose a otros buses; y que entre sus potenciales benefactores repitió la
historia. No se supo si también asumió la misma actitud grosera en aquellas
ocasiones en que no le dieron dinero. Seguramente, sí.
El
veterinario
Es de mañana. Otro día, en otro sector de la
capital santandereana. Un hombre delgado, de ojos zarcos, cabello ligeramente
dorado y de bigote; viste impecablemente, calza buenos zapatos y los lleva
limpios. De su cuello pende una credencial. Él afirma que es beneficiario del
programa de asistencia a los desplazados por la violencia. Se queja de que no
le han ayudado en nada. Es imposible leer lo que dice esa pequeña cartulina.
De la parte trasera de su cabellera caen sobre el
cuello de su camisa, de tonos azules, unas diminutas gotas de agua; se nota que
no hace mucho ha salido de la ducha. Paga su pasaje, como cualquiera otro de
los viajeros de aquella buseta. Y tan pronto pasa la registradora, de espaldas
al conductor, comienza a contar su historia.
Habla con locuacidad. Cuenta que él es veterinario,
y su esposa, experta en cocina internacional, egresada del Servicio Nacional de
Aprendizaje ─SENA─. «Suelta» su tragedia con abundantes detalles verbales, y
muestra tres fotografías en las que aparecen dos de sus hijas, menores de edad
ambas. Alcanza a conmover. Porque el parlamento da cuenta de un secuestro del
que fueron víctimas él, primero; y, después, las dos niñas. Según afirma, sucedió
en territorio de Boyacá, hace varios años. Presionado por un grupo armado tuvo
que vender una finca de su propiedad para pagar los rescates. ¡Quedó en la
ruina!, sostiene con seguridad.
«Dispara» contra las entidades del Gobierno que
están encargadas de asistir moral y monetariamente a los desplazados por la
violencia armada.
Luego, ejecuta la coletilla de su actuación: pasa
lentamente por entre los puestos, y recoge las monedas que, espontáneamente, le
van regalando los pasajeros. Parece que a muchos les caló el discurso, porque
la colecta resulta generosa. Al llegar a la puerta trasera del automotor, el
hombre se baja, no sin antes haber dicho: «Gracias, señor conductor; gracias a
todos».
Ya en la calle, echa a andar en sentido contrario al que traía el automotor. Minutos después, con toda seguridad, se subiría a otra
unidad de transporte colectivo en Bucaramanga.
Su cara ya es conocida. Su cuento, también. Y su
dedicación, igualmente. Ya lleva varios meses viviendo en esta ciudad. Parece haberse
habituado a ese trajín; y también parece haber cambiado su profesión de «veterinario»
por el oficio de mendigar en los buses urbanos. Su pericia para «ablandar
corazones» (y monederos) es tal que ha invertido la lógica: pasó de «veterinario» a mendigo, en tanto que otros pasan de pobres absolutos a profesionales con solvencia
monetaria.
Una joven
madre
Son las 6:50 de la tarde. Un bus se desplaza
sobre la diagonal 15. En el paradero de Sanandresito La Isla, una joven acaba
de subirse. Tiene quizás 20 años. Viste de modo deportivo, su cabello va recogido
en trenzas. Lleva una bolsa plástica que contiene caramelos. «Ricos y
deliciosos caramelos», como dice en su pregón comercial.
Saluda, y avanza por el pasillo del bus dejando en
las manos de los pasajeros una muestra del producto que vende. Desarrolla,
seguidamente, lo que, sin duda, es una retórica aprendida de memoria. Acusa redundancias,
inclusive.
«Como ustedes pueden ver y observar (sic), he
pasado por cada uno de sus puestos mostrándoles estos ricos y deliciosos (sic) caramelos
llamados Súper coco. Cada caramelo solo tiene un valor y un costo (sic) de doscientos
pesos. Para mayor economía, lleve tres en quinientos pesos. Quinientos pesos no
enriquecen ni empobrecen a nadie, pero a mí sí me facilitan lo de la comidita diaria
y lo de pagar una pieza en un hotel. Yo prefiero hacer esto, y no quitarle nada
a nadie», dice con firmeza. El discurso es idéntico al de muchos otros que se
dedican a lo mismo que ella.
Habla con serenidad, y pausadamente.
Seguramente, lleva miles de veces repitiendo esa locución. Y recogiendo también
los caramelos en unas ocasiones; y el dinero de quienes los compran, en otras.
Cuando el automotor ha llegado frente al Colegio La Salle, a la entrada del
barrio La Victoria,
la muchacha se baja, no sin antes quejarse de lo «tacaños» que han sido los
pasajeros frente a su ofrecimiento. Después habría de retornar al centro de la
ciudad, a bordo de otro bus de servicio público. Tal como suelen hacerlo, a diario,
decenas de vendedores de baratijas, dulces, cartillas para colorear, lápices,
bolígrafos, cremas milagrosas para la piel, cadenas de plata (que no son de
plata); manillas, agujas y muchos otros productos. Es otra vendedora del
llamado «rebusque económico».
Música
con agresividad a bordo
Es viernes por la tarde. En el centro de la ciudad
se siente el bullicio. No es difícil palpar esa atmósfera peculiar que ella tiene
cuando es viernes. La disposición de mucha gente para sentarse alrededor de una
mesa a tomar cerveza o licor, se adivina en el rostro de muchos citadinos. Es
la costumbre. Al bus, que se desplaza por la carrera 15, en sentido sur-norte,
se ha subido un músico. Lo hizo en el sector del templo de Nuestra Señora del
Perpetuo Socorro.
Es un hombre de unos 43 años. Fornido, de cejas
pobladas, tez blanca, ropa aseada y zapatos lustrados. Lleva una guitarra, luce
nueva; o por lo menos está bien cuidada. No parece ser un mendigo como los
otros. Porque paga su pasaje, y marca su paso por la registradora.
Una vez ha hecho esa maniobra, recuesta sus nalgas
sobre el aparato que cuenta el número de pasajeros que suben al bus. Y en esa
cómoda posición, se dispone a cantar para los viajeros; aunque ellos no le han
pedido que les interprete alguna canción. Pero ¡ese es su oficio! Lo ha
adoptado como fuente de ingresos monetarios, y de allí deriva su sustento. Por
su apariencia física, parece que le va muy bien con sus ingresos diarios.
Luego de saludar lacónicamente, rasga la guitarra
con su mano derecha. Esos primeros sonidos anuncian que va a comenzar su
interpretación musical. Así sucede. Canta una vez; una balada, y, luego, anuncia que lo
hará de nuevo.
El bus sigue recogiendo y dejando ciudadanos, a lo
largo de la carrera 15. Una dama, antes de apearse, le ha dejado alguna moneda
entre el bolsillo de su camisa, al cantante. No canta nada mal, en verdad. Se
nota que tiene amplia experiencia en ese arte.
Cuando concluye, dice ─brevemente─ que espera ser
retribuido por haber llenado los oídos de los pasajeros con sus dos melodías. Y,
en seguida, reclama un aplauso. «¡Si ustedes no tienen ánimo para
regalarme una moneda, por lo menos regálenme un aplauso!», dice. Solamente dos
personas hacen sonar sus manos.
Los demás pasajeros van serios. Parece que a ellos no
les agradó lo que dijo el cantante. ¿Les sonó a regaño? Sí, eso
fue; seguro. Porque nadie más lo obsequió con moneda alguna, por las dos
interpretaciones musicales. Se bajó «con su música a otra parte»; a otro bus,
naturalmente.
Colofón
Los cuatro personajes aquí descritos forman parte
del «ejército» de 'desocupados informales' que pululan en todas las ciudades
colombianas. Desocupados informales, sí, porque en la práctica sí tienen
ocupación: la de ganarse el sustento como cada uno de ellos lo hace. Son tantos
que ya los usuarios del servicio de transporte masivo urbano les tienen
desconfianza; y les niegan, de paso, la recurrente ayuda que otrora recibieron
los primeros que aparecieron en ese «mundo del rebusque». Más ahora cuando ese «rebusque»
se hace ¡con «escopeta verbal» con la que apuntan a la cara de los pasajeros!
Entre tanto, en otros puntos de la ciudad, otros
ciudadanos buscan gente para que desempeñen distintos oficios. Y les cuesta
trabajo encontrarlos. Porque, según dicen los analistas del fenómeno, en esas
empresas estas personas tendrían que trabajar de verdad; esforzarse en dar rendimientos
y someterse a horarios, a jefes gruñones (en algunos casos) y a un salario que será siempre inferior a lo que captan
en los buses urbanos, que ─según se escucha decir─ nunca es inferior a $50.000 diarios.