sábado, 2 de noviembre de 2013

El correo y el cartero

Por Jairo Cala Otero

─ «¿Recibiste mi mensaje?»  decía el cuarto correo electrónico que Juan Abundio le envió a Tremebunda, su excompañera de estudios universitarios. Hacía tres días que había transmitido aquella comunicación, con un mensaje de interés; por eso, su afán en recibir una respuesta.

Pero Tremebunda no contestó el primer mensaje, ni el segundo. Mucho menos los otros dos que, con intervalo de un día cada uno, Juan Abundio le había enviado a su cuenta electrónica de Internet.

Pasaron muchos días, hasta que los dos se toparon en una calle céntrica de su ciudad. Tras saludarse, él le preguntó a la mujer por la razón que había tenido para no tomar interés en la oportunidad de trabajo que le había ofrecido.
¿Tú no lees tu correo, Tremebunda?
¿Cuál oportunidad de trabajo?
La que te ofrecí en los correos que te envié a tu buzón electrónico contestó Juan Abundio.
─ ¡Ay!, esteeee… ¿Cómo así…? ¿Un trabajo para mí? ¿Dónde?
¡Ni más, ni menos, amiga! ¿Tú no lees, acaso, tu correo?
Pues, a veces. Es que no tengo tiempo.
Estás sin ocupación alguna, ¿y no tienes tiempo para leer los mensajes que llegan a tu cuenta de Internet?
Bueno… ¡Ay! ¿Cómo te dijera…?
Pues te perdiste una gran oportunidad, Tremebunda. En mi empresa había una vacante para ti. Necesitaba, con urgencia, una administradora de empresas, como tú.
─ ¿Y ya es tarde, Juanito?
Sí, amiga. Es muy tarde. La necesitaba con suma urgencia. Ya contraté a otra candidata.
─ ¡Noooo! Yo necesito trabajar…
─ Pero con tu desconexión del mundo contemporáneo, amiga, no vas a conseguirlo. Ocúpate de tener disciplina con esa estupenda herramienta de comunicación que es Internet. No te digo que pases todo el tiempo «pegada» a tu computadora, pero sí que te intereses en lo bueno que por allí te pueda llegar. Como mis cuatro mensajes, que tú todavía no has leído.

Tremebunda se marchó a su casa, muy aburrida y contrariada consigo misma, después de terminar su conversación con Juan Abundio. Había perdido el puesto de trabajo que anhelaba por su inconstancia en el uso de Internet. Hasta entonces no le había puesto el suficiente cuidado a la trascendencia que este medio de comunicación tiene en la época presente, en este siglo, llamado de las comunicaciones y de la revolución tecnológica a todos los niveles.

 Al llegar a su casa encendió su computadora, abrió su cuenta de correo y leyó los mensajes de urgencia que Juan le había enviado. Entonces, no solamente comprobó la verdad de aquella notificación positiva, sino que sintió un gran pesar por ser tan descuidada en su comunicación interpersonal. Lloró de tristeza y de rabia como lo confesara después a su madre por haber dejado escapar aquella oportunidad laboral, por tan ínfimo descuido.

Pero aprendió la lección: desde ese día se propuso no solamente leer, sino contestar los mensajes que llegaran a su cuenta electrónica. «Estoy atrasada por lo menos quince años. Me pondré al día», se dijo para sí misma; y, luego, se actualizó frente al uso de su computadora.

Hay millones de personas como Tremebunda. Aún no han caído en la cuenta de la trascendencia de este medio de comunicación. Quizás lo han considerado un «juguete caro», que emplean para transmitir «basura electrónica»: cadenas mentirosas, anuncios también engañosos, chistes verdes, pornografía, virus disfrazados de alertas y publicidad tentadora, injurias y calumnias, especulaciones…

Pero la cortesía no figura entre sus prioridades. Y esa cortesía es simple de cumplir. Apenas basta sentir respeto por los demás y responder sus mensajes. Aunque el argumento más fácil (y facilista) sea: «No me queda tiempo».  

Este cuadro de costumbres no concordantes con la revolución tecnológica me hace rememorar aquellos tiempos (no tan lejanos) en que escribir cartas a mano era un deleite, porque uno esperaba con ansias una respuesta. Y ella siempre llegaba, aunque el remitente estuviera muy lejos, y, por ende, la carta se demorara muchos días en llegar.

Los aviones eran los encargados de unir a las personas al transportar las cartas, metidas en sobres cerrados que llevaban estampillas por un valor económico, a manera de pago por el servicio de transportar ese correo. También existía el «correo urbano». Transportaba las cartas que circulaban en el perímetro local, bien entre empresas o entre personas.

Tanto era el fervor del correo físico que cada vez que uno veía al «cartero» como se conocía popularmente al empleado encargado de repartir a domicilio las cartas  le saltaba el corazón, porque el pensamiento estaba centrado en una cavilación: «¿Traerá carta para mí?».

¡Llegó el correo!
Hoy, en cambio, con tantas herramientas tecnológicas a la mano, muchísimas personas ¡son una «estafa» en materia de comunicación! Abren cuentas electrónicas por imitar a otros, pero no las usan, porque no abren sus correos, por tanto, no los leen; o cuando se acuerdan de hacerlo, lo hacen cada dos o tres meses. En ese lapso muchísimos mensajes han ingresado a sus cuentas, y, después, no son capaces de leerlos todos; por consiguiente, lo único que se les ocurre es borrar todos los mensajes, incluidos aquellos que pudieran contener noticias de gran valor para ellas.

¡Qué lástima que entre más medios para comunicarnos hay, menos comunicación existe!

El mundo en nuestras manos. ¿Lo manejamos bien?